sábado, 6 de junio de 2009

Un perdedor de cien años


Que Juan Carlos Onetti cumpla cien años es una redundancia, porque ya los tenía cuando nació, en Montevideo, el 1º de julio de 1909. Pasaba la mayor parte del tiempo en la cama y la inmovilidad centenaria era su manera de entenderse con el mundo. En sus años finales recibió todos los honores que de sobra había merecido mucho antes, por una obra narrativa áspera y desilusionada como no hay otra en América latina. Era una personalidad difícil de tratar, desdeñoso aun con lo que le gustaba, malhumorado y de una timidez sin límites. Esas cualidades se reflejan en "el estilo crapuloso" que Mario Vargas Llosa analiza en su reciente ensayo sobre Onetti, El viaje a la ficción .
Cree Vargas Llosa que esa oscuridad, esa amalgama vertiginosa de historias trágicas y excrecencias del cuerpo, fracasos y humillaciones, desesperados y explotadores es más que una vena narrativa. "[Es] una protesta contra la condición que, dentro de la inconmensurable diversidad humana, hacía de él una persona particularmente para eso que, con metáfora feroz, se llama «la lucha por la vida»". El propio Onetti se lo dijo a María Esther Gilio: "Todos los personajes y todas las personas nacieron para la derrota. Uno puede detener la trayectoria del personaje en un instante de triunfo pero, si continuamos, el final es siempre Waterloo". Tal vez por eso llegó segundo a casi todos los premios a los que se presentó. Pero el último, y el más importante en lengua castellana, el Cervantes que recibió en 1980, le sirvió como conjuro.
Primero, quedó finalista del premio Farrar y Reinhart, de Nueva York, con la novela Tiempo de abrazar : le ganó Ciro Alegría con El mundo es ancho y ajeno . Luego, el argentino Marco Denevi lo derrotó en el concurso Life en Español: su cuento "Ceremonia secreta" se impuso sobre el extraordinario "Jacob y el otro", que al comienzo no había quedado siquiera entre los seleccionados. Algo curioso, dado que es fácil reconocer allí la grandeza narrativa de Onetti. La historia ocurre en su ciudad mítica, Santa María, y varias marcas de su estilo -la monotonía y la asfixia de la vida cotidiana, la cruel explotación entre personas- se suceden. Al parecer, ni siquiera lo notó el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal, uno de los jurados. Alguien debió de advertírselo porque en el fallo final "Jacob y el otro" fue agregado a una nómina de finalistas que lo omitía en su primera versión.
El premio Fabril ignoró El astillero -una obra maestra- y prefirió El profesor de inglés , una ya olvidada novela del argentino Jorge Masciángioli. Poco después, en 1967, cuando Vargas Llosa recibió el Rómulo Gallegos por La casa verde , señaló en su discurso que le parecía injusto distinguir esa novela sobre su competidora Juntacadáveres . Los otros finalistas del período, 1962-1966, eran Julio Cortázar por Rayuela , Carlos Fuentes por La muerte de Artemio Cruz y Gabriel García Márquez por El coronel no tiene quien le escriba .
Ese destino es una ironía para alguien que, cuando debió juzgar, lo hizo con una arbitrariedad casi pueril. Lo vi castigar a autores valiosos, entre ellos a Manuel Puig en el concurso Primera Plana-Sudamericana de 1969, para el que fue jurado con María Rosa Oliver y Severo Sarduy. Había consenso para premiar Boquitas pintadas , que Puig presentó con el título Tangos y boleros , pero Onetti la rechazó sin contemplaciones. "Quiero saber cómo escribe de verdad el coso ese cuando no copia cartas, fragmentos de calendarios, informes burocráticos, conversaciones telefónicas, informes policiales y avisos fúnebres", dijo. Y en 1974, cuando, junto con la escritora Mercedes Rein y el crítico Jorge Ruffinelli concedió el premio anual de narrativa de la revista Marcha al cuento "El guardaespaldas", de Nelson Marra, exigió que se aclarase en el fallo: "El jurado Juan Carlos Onetti hace constar que el cuento ganador, aun cuando es inequívocamente el mejor, contiene pasajes de violencia sexual desagradables e inútiles desde el punto de vista literario".
A la dictadura que dominaba Uruguay no le importó: supuso que el cuento se burlaba de un comisario muerto años antes por la guerrilla Tupamaros y envió a la cárcel a Onetti (de sesenta y seis años en ese momento), a Rein (enferma de cáncer), al director de Marcha Carlos Quijano y a Nelson Marra, quien fue condenado por la Justicia Militar y sufrió cuatro años de torturas antes de salir al exilio. Ruffinelli se hallaba en México en el momento del escándalo; quedó prófugo con una orden de captura por diez años.
Sin el complemento habitual de whisky y cigarrillos, Onetti leyó novelas policiales durante su reclusión en una celda y su posterior traslado a un neuropsiquiátrico, gracias a la presión internacional. El encierro desquició en más de una ocasión a este autor de tantos personajes suicidas y, cuando llegó a España, meses más tarde, creía que lo había perdido todo y que su futuro era un páramo. "De hecho, ya no me interesaba mi vida como escritor", dijo al recibir el Cervantes. Había pasado mucho tiempo sin escribir y sólo un año antes del premio, en 1979, volvió a publicar: Dejemos hablar al viento . Hasta su muerte, el 30 de mayo de 1994, nunca regresó a Uruguay. José María Sanguinetti, el primer presidente de la recién recuperada democracia, le llevó a Madrid su Gran Premio Nacional de Literatura.
No fue más amable con las mujeres. Se casó cuatro veces, las dos primeras con primas que eran hermanas entre sí: María Amalia Onetti y María Julia Onetti. Cuando se separó de la tercera esposa, Elizabeth María Pekelharing, se casó para siempre -los cuarenta años de vida que le quedaban- con la violinista Dorotea Muhr. La frase con que le dedicó, en 1960, La cara de la desgracia (un librito parco, de 50 páginas, editado por Alfa en Montevideo, con la fotografía de una bicicleta abandonada y una orla verde en la portada), fue para el lector tan cruel y misteriosa como el propio relato: "Para Dorotea Muhr, ese ignorado perro de la dicha". La enigmática declaración de amor o compasión o cólera resumía sus tortuosos vínculos con la realidad.
Rara vez las historias personales de un escritor sirven para iluminar su obra. En el caso de Onetti, las formas ácidas de sus amores son, sin embargo, el preciso complemento de las mujeres estériles, mutiladas o vejadas por la vida que desfilan en sus ficciones implacables. Ciertas frases rápidas como látigos definen esas relaciones. El verso final de un célebre poema de Idea Vilariño -con la que Onetti vivió una desdichada y larga historia sentimental- es el eco de las infinitas amarguras que compartieron. "No te veré morir", profetiza Idea. No hay peor condena que ésa en el amor: vivir de espaldas a la muerte de alguien a quien alguna vez se le dio todo.
Cuando en julio de 1967, el Instituto de Cultura y Bellas Artes de Venezuela, que estaba a punto de conceder por primera vez el premio Rómulo Gallegos, concentró en Caracas a unos veinte escritores y críticos latinoamericanos, Onetti llegó temprano y se encerró en su habitación del hotel Tampa. Se tumbó en la cama, se negó a salir y no hizo otra cosa que escribir, beber whisky, fumar y leer novelas policiales. El diario El Nacional envió a la más brillante de sus redactoras literarias, Marie-Jose Fauvelles, una joven poeta nacida en Francia que firmaba con el seudónimo de Miyó Vestrini. Desde luego, jamás logró que le atendiera el teléfono. Se instaló entonces en el vestíbulo del Tampa y empezó a enviarle poemas junto con insistentes pedidos de entrevista. Al tercer día, Onetti cedió a la curiosidad y aceptó hablar con ella, pero no más de veinte minutos. Fueron cinco días.
Dolly lo amó como era: con su bohemia, su desasosiego y su insaciable apetito por otras mujeres. Le aseguró a Vargas Llosa que fue feliz a su lado. Ahora la ilusiona que se lo esté leyendo más: "Estos homenajes lo traen a la vista pública", dijo la semana pasada, cuando inauguró el Año Onetti en Uruguay con la lectura de fragmentos de El pozo , la primera novela. Logró, de algún modo, reconciliarlo con sus orígenes: en la cúpula del legendario teatro Solís, una foto que el artista Hermenegildo Sábat le tomó a Onetti, retrabajada por el fotógrafo Juan Carlos Urruzola, lo muestra, gigante, mirando a la Montevideo de sus infinitas derrotas.
Tomás Eloy Martínez
Para LA NACION
Foto : EFE