sábado, 3 de marzo de 2007

verdades y mentiras

Ya es costumbre que, en los meses preelectorales, los políticos desplieguen ante los votantes sus catálogos de ilusiones. En la mayoría de los casos se trata de promesas patrioteras o populistas que encienden los sentimientos de las mayorías. Pocas de esas promesas pueden ser cumplidas, porque son sólo expresiones de deseo o trampas de la imaginación que sólo atrapan a los incautos. Todas se desvanecen pronto en el aire del olvido. No son espejismos inofensivos, sin embargo. Algunos han conducido a desastres y matanzas, como los inexistentes arsenales iraquíes de destrucción masiva, que derivaron en una guerra sin fin y en la brutal recesión de la economía norteamericana. Otros han empezado con grandes palabras -revolución, liberación, independencia- que encubrieron dictaduras, corrupción y crímenes. El arte suele ser un excelente antídoto contra esos engaños. Hace pocos meses volvió a editarse en DVD una poco difundida película que Orson Welles realizó en 1973, F for Fake ("F de falso"), mutilada para su exhibición comercial por distribuidores iraníes y difundida en la Argentina con otro título, Verdades y mentiras . Como todas las obras de Welles, tampoco en ésta hay afanes pedagógicos o morales, sino el implacable reflejo de una época de confusión, como era la de hace tres décadas y como es la de ahora. La película comienza en los andenes de una estación brumosa, donde un mago de circo transforma las monedas que le proporcionan los pasajeros en llaves de arena, luces de bengala y ángeles de algodón que se disuelven cuando alguien intenta tocarlos. Mientras una mujer etérea avanza entre las valijas, la voz sepulcral de Welles exalta la nobleza de la mentira contra la estrechez de la falsificación, antes de explicar en tres historias cuáles son las diferencias entre una y otra. En la primera parte, el jefe de la policía secreta del zar urde un libro paranoico, Protocolos de los sabios de Sión , para justificar los demenciales pogromos rusos de comienzos del siglo XX. La segunda parte es una laboriosa entrevista del biógrafo falsificador Clifford Irving al falsificador de cuadros Elmyr de Hory. Ambos conversan junto a las mesas de juego de Las Vegas, en el puente de Londres y en un galpón secreto de Ibiza, entre incontables cuadros de Mattisse, Bracque y Van Gogh, todos falsos, por supuesto. La superchería final es autobiográfica: Welles se muestra a sí mismo en 1938, aterrorizando a los campesinos del Medio Oeste norteamericano con su versión radial de La guerra de los mundos , pero tanto el documental que narra esa mistificación como los reportajes a granjeros en fuga y automovilistas paralizados en las rutas de Ohio están fraguados con recortes de archivo, películas ajenas, fotos trucadas y malabarismos de computadora. Desde un horizonte alucinado, Welles explica, con su maravillosa voz de sótano, que la mentira es la finalidad de todo arte, mientras que la falsificación es sólo un medio para obtener ganancias, lo que es una cita del ensayo de Oscar Wilde La decadencia de la mentira . Los embaucadores famosos abundan en los reinos del arte, donde han multiplicado los claroscuros de Rembrandt, los cuellos de cisne de Modigliani y los escritos póstumos del marqués de Sade. Hay ciudades y enciclopedias falsas pero verosímiles, como lo saben los lectores de Marco Polo, de Calvino y de Borges; hay santos falsos como los que imaginaba Gonzalo de Berceo a comienzos del siglo XIII cuando deseaba desviar a los peregrinos hacia su convento de San Millán y retener sus limosnas; hay fotografías de monstruos que no existen, como las que reproduce un libro magistral llamado Freaks, de Leslie Fiedler, en el que se ve un niño hindú de cuyas espaldas brota otro niño parásito, y un hombre con cuatro pies elegantemente calzados. Pero las falsificaciones son aún más caudalosas en los feudos de la política, donde las estadísticas se desplazan siguiendo el índice interesado de los caudillos, de modo que la miseria, el alcoholismo y la violencia urbana podrían ser menos graves en Caracas y Tucumán que en Riga o Amsterdam. Hasta el lenguaje tiene sus víctimas, y ciertas frases siguen identificándose con personajes que jamás las pronunciaron. Una de las más célebres es el "Elemental, mi querido Watson", de Sherlock Holmes, que no aparece en ninguna de las cuatro novelas y 57 narraciones breves escritas por su creador, Arthur Conan Doyle. La improvisó el actor sudafricano Basil Rathbone, mientras filmaba El sabueso de los Baskerville, en 1939, y desde entonces sigue adherida a Holmes con más énfasis que su pipa y su violín. Ni pertenece a Voltaire la famosa sentencia "No estoy de acuerdo con lo que usted dice, pero voy a defender con mi propia vida su derecho a decirlo". Esa frase fue incluida por primera vez en un libro de Evelyn Hall titulado Los amigos de Voltaire (1906) y, a pesar de su falsedad comprobada, se la reproduce con la firma del filósofo francés en los más serios manifiestos y proclamas sobre la libertad de pensamiento. El purgatorio de las obras (y de las vidas) imaginarias es casi tan populoso como el de las verdaderas. El cine ha difundido más de una vez la historia de la falsaria Anna Andersson, quien murió hace tres décadas tratando de convencer al mundo de que era Anastasia, una de las hijas del zar Nicolás II. La credulidad de la gente y las ambigüedades de la historia le permitieron sostener esa mentira hasta el fin, y vivir de ella con cierta holgura. La enumeración de mistificaciones puede resultar interminable. Algunas son tan llamativas que merecen lugar aparte. Entre las más sonoras está la del holandés Hans van Meegeren, quien estudió con tanto celo y talento las técnicas de Jan Vermeer -figura mayor de la pintura flamenca del siglo XVII- como para inventar, entre 1936 y 1942, siete obras maestras desconocidas, que los expertos atribuyeron a una etapa temprana de Vermeer. Una de ellas, Cristo en Emaús , unía con destreza algunas jarras de vino, cabezas, manos y platos de sus obras juveniles y las ordenaba de manera tan nueva que media Europa quedó sin aliento ante el hallazgo. Nadie pudo descubrir que Van Meegeren era un falsario. Irónicamente, tuvo que hacerlo él mismo. Al terminar la Segunda Guerra, la policía holandesa lo arrestó por vender al enemigo obras que pertenecían al patrimonio nacional y lo amenazó con la cárcel perpetua. Van Meegeren eligió entonces denunciarse como falsificador, delito menos ofensivo que el de colaboracionista. Para demostrar que no mentía, pintó un último Vermeer en su celda: el mejor de todos y el único que fue destruido. Menos patética es la historia del francés Vrain-Denis Lucas, quien se hizo rico vendiendo una colección de veintisiete autógrafos de Colón, Carlos V, Dante, Carlomagno y Julio César, todos falsos, por supuesto. Tres de las joyas de aquel conjunto bastaron para asegurar la inmortalidad a Vrain Lucas, no en los anales de los coleccionistas sino en los osados dominios de la falsedad, donde todo es posible: una carta de Sócrates a sus discípulos antes de beber la cicuta; un relato de Lázaro sobre los prodigios del paraíso, después de ser resucitado; una confesión arrepentida de María Magdalena a la comunidad de Jerusalén. La Enciclopedia Británica supone que este último texto fue el que delató a Vrain Lucas porque el falsario, ya cebado, lo escribió en francés. La historia de la política argentina abunda en esas ventas de abalorios, que pierden rápidamente su brillo ante la cegadora realidad. La patria socialista del último Perón, la recuperación victoriosa de las Malvinas, el uno a uno de Menem, Cavallo y de la Rúa, así como los fuegos fatuos del corralito, fueron algunos de esos espejismos que llevaron al país hacia abismos de los que no fue fácil salir. Desde el principio de los tiempos, el hombre inventa fábulas para que otros las vivan y las sufran, así como la vida inventa realidades que con frecuencia terminan convirtiéndose en fábulas. Por Tomás Eloy Martínez Para LA NACION

2 comentarios:

Adrián Mallol i Moretti dijo...

¡ostras, transmisión de pensamiento, Humpty Dante! Yo colgué ayer una reseña de este mismo artículo que leí en La Nación! Aunque en el cine no nos pongamos de acuerdo, en algunas cosas estamos en la misma sintonía...

Dante Bertini dijo...

a veces también en cine: babel es una muy buena peli, fafner