martes, 6 de febrero de 2007

Una visión del futuro

Los humores del clima desconciertan. En los suburbios de Nueva York, los techos de las casas amanecen a veces erizados de estalactitas, y al día siguiente un inesperado calor de verano las obliga a desplomarse. A comienzos de enero, un huracán extraviado de los trópicos barrió el occidente de Alemania y derribó más de veinte millones de árboles. Dos meses antes, témpanos desprendidos de la Antártida navegaron hasta la costa de Nueva Zelanda y dieron otra señal de que los polos se deshielan y el nivel de los mares sube sin pausa. Las mudanzas del clima no sólo son caprichosas. También se están convirtiendo en una fuerza asesina. El antropólogo inglés Chris Stringer, en su excelente libro Homo Britannicus , describe los bosques del condado de Suffolk, al sudeste de Inglaterra, poblados por lobos, leones y elefantes hace dos mil siglos. Una de las ilustraciones de su obra muestra a los antepasados del hombre de Neanderthal cazando hipopótamos y devorando el cerebro de crías humanoides en parajes de Anglia que no difieren de los que se ven en Congo y Ghana. El calor del paleolítico era entonces húmedo e infernal. Después, los hielos se desquitaron y avanzaron hasta el paralelo 50 del hemisferio norte, la latitud aproximada de Vancouver y de Hamburgo. Al Sur, sobre la Patagonia entera caía una eterna noche polar. Desde hace más de una década el planeta regresa hacia un calor inhóspito. Se suceden fenómenos inexplicables. A fines de diciembre pasado, en la autopista que une Filadelfia con Nueva York, los automóviles quedaron paralizados por una lluvia torrencial y violenta que clausuraba el horizonte. La borrasca cubría un radio de dos kilómetros: atrás y adelante se alzaba, en cambio, un sol pleno y tibio. Todas esas protestas de la naturaleza podrían parecer anuncios del Apocalipsis, pero son apenas demostraciones de la estupidez humana, que lleva décadas envenenando la atmósfera. Las mudanzas del paleolítico eran naturales e inevitables. Las de ahora son voluntarias simientes de un suicidio masivo. Julio Verne, que vislumbró el submarino, la televisión, los combates aéreos, las redes virtuales y -en sus últimas novelas impregnadas de pesimismo- los campos de concentración y los genocidios, también imaginó el fin de la vida humana en El eterno Adán , su ficción póstuma.La escribió en un par de semanas, en 1905, deslumbrado por las ideas del eterno retorno y de la muerte de Dios que lo habían fascinado en el Zaratustra de Nietzsche. Nada de eso sabía yo cuando descubrí a Verne, al principio de la adolescencia, y me dejé seducir por cada uno de sus viajes extraordinarios. Dejé de frecuentarlo sólo cuando Borges me convenció, fugazmente, de que era un escritor sin importancia. Recuerdo muy bien el día de mi primera desilusión. Yo había cumplido ya dieciséis años cuando en el camino de mi lectura se cruzó una página de Otras inquisiciones titulada El primer Wells . Con su habitual absolutismo, Borges predicaba allí la inapelable superioridad del novelista inglés. "H. G. Wells -insistía- fue un admirable narrador; [...] Verne, un jornalero laborioso y risueño. Verne escribió para adolescentes; Wells, para todas las edades del hombre." Los jóvenes de provincia aceptábamos entonces los dictámenes de Borges como algo sacramental. Si a él no le gustaba Verne debía ser por razones que excedían nuestra inteligencia. Según El primer Wells , las ficciones de Verne sólo "traficaban en cosas probables": no había en ellas el menor asomo de invención. Y aunque la mejor poesía respiraba en algunas de sus metáforas más certeras, yo descreía de mi placer y prefería confiar en Borges. Ignoré torpemente la belleza del volcán que vierte fuego en el ápice del Polo Norte hacia el final de Las aventuras del capitán Hatteras, me desentendí de las escenas en que, tanto allí como en Viaje al centro de la Tierra , el mar y el cielo se inmovilizan en una sola trenza, y la noche respira mansamente bajo los relámpagos del sol. Tardé algún tiempo en volver a los viajes extraordinarios pero, desde que lo hice, no pasó un solo año sin que, releyéndolos, descubriera que, detrás de una escenografía falsamente ingenua, se desplegaban atlas de naturalezas imaginarias y teologías que completaban los dibujos de Lautréamont y Rimbaud. El eterno Adán es la más misteriosa de todas las novelas de Verne. Si uno se abre a sus infinitas posibilidades de lectura, advierte que cualquier realidad cabe en el laberinto de sus metáforas. El narrador es el zartog Sofr-Ai-Sr, sabio de una civilización muy refinada, en cuyo nombre el propio Borges creía ver un anagrama de Zaratustra. Como un eco remoto de las ideas positivistas, el zartog cree que la historia evoluciona en línea recta y que no retrocede. Se equivoca. Cierto día, en el fondo de un pozo, descubre un rollo de hojas superpuestas escritas en una lengua desconocida. La lengua es el extinto francés. El planeta ha sucumbido a un maremoto colosal, presagio de los tsunamis del siglo XXI. El avance de los océanos ha borrado los continentes y las tierras firmes. Sólo un grupo ínfimo de náufragos sobrevive a la catástrofe. A diferencia de lo que sucedía en La isla misteriosa o Dos años de vacaciones , que exaltaban el ingenio humano, en El eterno Adán hay sólo corrupciones, ambición y decadencia. Poco a poco, los náufragos pierden el sentido del tiempo, la noción de la propiedad común y el deseo de vestirse. Uno de ellos desgarra a otros dos en el afán de ser reelegido como jefe. La vida se convierte en una búsqueda incesante de comida. "Comer, comer es nuestro perpetuo objetivo", escribe Verne. "Comer es nuestra preocupación exclusiva." Y la prehistoria empieza otra vez, el hombre se convierte de nuevo en un oscuro Sísifo que alza sus piedras desde la nada. Pasan milenios, nuevas edades de piedra y guerras como las homéricas hasta que la civilización, de modo lento y sangriento, se yergue otra vez, aunque de otra manera. Ciertas sabidurías se recuperan de lenguas que han muerto en la prehistoria -el francés, el inglés, el mandarín- y tanto las artes como las ciencias son otra cosa. El pasado retorna convertido en tragedia, en desmemoria, en negación del individuo. La especie humana se ha destruido a sí misma y no hay recuerdo en el zartog del Dios cristiano de Verne. Dios es en ese futuro muchos dioses, todos crueles y sedientos de sacrificios. Los surrealistas rescataron a Verne como poeta. Los antropólogos y los biólogos de este milenio verifican que sus videncias eran, en verdad, conclusiones de una razón implacable. Hace cien años, Verne vislumbró en El eterno Adán que los desatinos del clima son el síntoma de una enfermedad que podría desencadenar el fin de la especie. A un maremoto como el que mató a casi trescientas mil personas en las costas del océano Indico a fines de 2004, podría suceder otro mayor o una cadena de ellos. Desde el comienzo de los tiempos, el hombre se ha negado a admitir sus límites. Esa ceguera le ha permitido ir cada vez más allá, pero también, lanzándolo a un incierto abismo, podría devolverlo al principio y a la nada de la que ha surgido.

*Por Tomás Eloy Martínez para el diario La Nación.

5 comentarios:

Belnu dijo...

Muy bonito, aunque a Tomás Eloy Martínez se le coló una novela plagiada (él era jurado, junto a Carlos Fuentes) hace unos días, donde un autor desconocido "intertextualizaba" sin avisar con párrafos enteros de Nada, de Carmen Laforet. Claro, no podemos leer y recordarlo todo...

mr.ed dijo...

y el que se dió cuenta del plagio fue un pibe de 19 años, estudiante. Había leído el libro de Laforet para un trabajo de la escuela...

Dante Bertini dijo...

"Claro, no podemos leer y recordarlo todo..."
ni es su trabajo, diría yo...
treinta años atrás, en argentina, nadie que yo conociera conocía esa novela tan conocida aquí...al menos no fue él el plagiario, verdad?
allá leíamos en la escuela Platero y yo, Amalia, los cuentos de Quiroga, Roberto Arlt y Eva Perón...

xenia dijo...

¡Yo leí "Dos años de vacacioens" sin saber que era de Verne! (A lo mejor era un plagio o quizás una adaptación hecha por otro autor.)
Y no olvido jamás esa imagen en "De la Tierra a la Luna", la del perro de la nave, orbitando muerto como un satélite a su alrededor. Pocas cosas que leí me han parecido a la vez tan lúgubres, tan inquietantes y tan cargadas de sentido inagotable.

xenia dijo...

Digo: vacaciones.